El día que el mundo fue oval

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26 / 10 / 2011  |  Jose F. Galiano | El tornasol
El pasado domingo acabó el mundial del tercer deporte con más fichas federativas en el mundo… Un evento que, en su último partido, fue seguido por 16,5 millones de espectadores en todo el planeta; para una audiencia acumulada de 300 millones de televidentes, sólo por detrás de los Juegos Olímpicos y del Mundial de Fútbol.

Hablamos del rugby, del denostado y criticado deporte oval. Una disciplina que tiene en nuestro país sólo 16.000 licencias, casi la mitad que la petanca, que cuenta con unas 30.000 autorizaciones federativas. Un deporte que tiene tanto de épica como de educación aunque a simple vista pueda parecer tan rudo y agresivo como el boxeo u otra arte marcial.

Pero, tras este pequeño alegato en defensa del rugby que he metido entre líneas, vamos a los que nos ocupa. A unos 19.525,14 km (benditas aplicaciones de móviles) veía junto a un amigo australiano el espectáculo. Ambos neutrales, no teníamos un favorito, aunque por proximidad geográfica decidimos que uno fuera con Nueva Zelanda y otro con Francia, ya se pueden imaginar quién era cada cual.

De esta manera el pasado domingo fui uno de esos 300 millones de espectadores que vio en directo la final del mundial de rugby entre Nueva Zelanda (la Brasil del oval) y Francia (la Holanda de este deporte). En el rugby y con los 'all blacks' el espectáculo empieza desde el principio. Su baile tradicional maorí 'haka' es un ejercicio de concentración y de provocar el miedo en el rival. De hecho este ritual tiene lo que en el boxeo las miradas de los púgiles, es la batalla psicológica antes de empezar la guerra deportiva. Pero esta vez los orgullosos franceses no se acobardaron y miraron de frente a los neozelandeses.

Mi compañero de las antípodas no quitaba los ojos del televisor y en él podía ver la emoción que este deporte inspira en tantos países, algunos tan remotos y extraños para el lenguaje deportivo que me sonaban muy extraños, tales como Tonga, Samoa o las Islas Cook. Pero incluso esos nombres exóticos le dan vida a un deporte tan antiguo. El choque transcurría entre 'melés', 'touches', 'avants' y una serie de jergas difíciles de comprender para el espectador primerizo pero que forman parte de esta elegante coreografía que es el rugby.

Ver como un balón con forma de calabaza avance pero sin que este pueda ser lanzado hacía adelante explica la compleja sinfonía que tiene este deporte. Lo paradójico que tiene la vida y, en concreto, este deporte calificado de agresivo pero donde no se permite la violencia, solo el contacto físico y siempre en el tronco, nunca en zonas peligrosas como las piernas o el cuello. 

Todo esto lo fui aprendiendo mientras veíamos como los gallos franceses le metían el miedo en el cuerpo a los kiwis. Con un juego lleno de desparpajo los europeos iban por delante del marcador, la tragedia nacional neozelandesa se mascullaba por los improperios de mi compañero hacia la zaga de 'su' equipo.

Pero otro de los ingredientes de este deporte, la épica, cayó de lado neozelandés. Emoción que tuvo su punto álgido en el golpe de castigo que les dio el título. Cuatro segundos interminables, los que tardó el oval en cruzar los tres palos de la portería francesa. 

Y finalmente la coreografía, ese respeto mostrado entre vencedores y vencidos el pasillo que se hacen unos a otros tras haber jugado un partido, no muy brillante pero cargado de emoción según mi sensei australiano de este deporte.

Un deporte criticado por su dureza pero en el que volví a corroborar los valores que en mis tiempos universitarios me acercaron a él, honor, épica, dureza (que no violencia) y respeto. ¿Cuánto de la vida tiene el rugby y cuanto de rugby tiene la vida? Acérquese y lo comprobará.
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